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EL ORO COMO VALOR REFUGIO: EL ÉXODO ECONÓMICO DEL SIGLO XXI

En el siempre cambiante escenario de la economía mundial, donde la transición energética, la digitalización y la competencia estratégica redibujan los contornos mismos del poder económico, el oro vuelve a surgir como símbolo y termómetro de una época convulsa. Su ascenso sostenido a lo largo de los últimos meses (con cotizaciones que han superado los 4.000 dólares por onza troy en determinados momentos de 2025) no se limita ni mucho menos a un episodio especulativo, revela la reconfiguración estructural del orden geoeconómico contemporáneo. El oro, cuya función tradicional como reserva de valor parecía relegada en las últimas décadas por el auge de los activos financieros, las divisas digitales y el dominio del dólar, se ha convertido de nuevo en un eje de estabilidad, en una materia que concentra tanto las aspiraciones de los mercados como las estrategias de los Estados. La causa de la subida del oro, por tanto, esconde un mensaje inequívoco: el sistema monetario internacional está en transformación, y la confianza en los instrumentos fiduciarios, especialmente los emitidos por las potencias occidentales, ya no es incuestionable.

En el núcleo de este fenómeno se encuentra un conjunto de dinámicas simultáneas de escala global. La prolongada incertidumbre geopolítica (acentuada por la persistencia del conflicto en Europa del Este, las tensiones en el mar de China Meridional y la fragmentación del comercio global) ha reforzado la búsqueda de refugios tangibles y universales. Además, en términos económicos, la política monetaria de la Reserva Federal de los Estados Unidos ha comenzado a mostrar signos de una reformulación comercial. La desaceleración del crecimiento y las presiones electorales en el contexto estadounidense han impulsado expectativas de recortes en las tasas de interés. En la lógica de los mercados, la reducción de los rendimientos reales (es decir, los tipos de interés ajustados por inflación) disminuye el coste de oportunidad de mantener activos no remunerados como el oro, incentivando enormemente su demanda. A ello se suma el debilitamiento del dólar, un fenómeno que siempre ha tendido a aumentar el valor del oro en términos relativos, al hacerlo más asequible para los compradores que operan en otras monedas. Esta encrucijada (tensión geopolítica, relajación monetaria y debilitamiento del dólar) conforma la base práctica del precio en alza del oro.

Pero más allá de los determinantes coyunturales, la tendencia actual encarna un proceso de transformación mucho más complejo. En los últimos años, los bancos centrales de economías emergentes (China, India, Turquía, Rusia y Brasil) han incrementado sustancialmente sus reservas de oro, en parte como estrategia de diversificación frente a los riesgos asociados a la dependencia del dólar (y la búsqueda de consolidación y seguridad fiduciaria del proyecto económico del bloque BRICS). En 2024 y 2025, estas instituciones concentraron la mayor acumulación neta de oro en más de medio siglo. La ruta marcada es clara, pues no se trata únicamente de optimización financiera, sino de asegurar la soberanía monetaria en un orden mundial que está cambiando. En un mundo donde las sanciones económicas se han convertido en instrumentos de coerción geopolítica, la posesión de oro (activo físico, sin emisor ni riesgo de contraparte) constituye una seguro de independencia frente al sistema financiero dominado por Washington. La acumulación de oro, en consecuencia, puede leerse como un acto de desdolarización pasiva: una transición lenta, pero perceptible, hacia una arquitectura monetaria multipolar.

El auge del oro también refleja una crisis de confianza en las promesas del crecimiento perpetuo basado en deuda. La expansión fiscal de las potencias occidentales, impulsada en primera instancia por la pandemia y posteriormente por la nueva carrera tecnológica y militar de los últimos 4 años, ha llevado los niveles de deuda pública a umbrales históricamente insólitos. El endeudamiento estadounidense supera ya el 120% del PIB, y la emisión de bonos del Tesoro, antaño percibida como el activo más seguro del planeta, empieza a suscitar dudas sobre su sostenibilidad a largo plazo. La economía global, en su conjunto, muestra síntomas de fatiga estructural: tasas de productividad estancadas, inflación persistente y fragmentación de los flujos comerciales. En ese contexto, el oro vuelve a aparecer como un ancla psicológica y material, una forma de preservar valor ante la sospecha de que las monedas fiduciarias podrían erosionarse bajo la presión de déficits crónicos y políticas monetarias expansivas.

La transición energética añade una dimensión adicional a este escenario económico. Pese a que el oro no forma parte del conjunto de metales críticos para la electrificación o la descarbonización (como el litio, el cobre o el níquel), su ascenso se beneficia del mismo proceso que está impulsando a toda la familia de recursos naturales estratégicos: la revalorización de lo tangible en un mundo cada vez más consciente de los límites físicos del desarrollo. La nueva economía verde, en paralelo a su búsqueda por sustituir los combustibles fósiles por tecnologías limpias, ha multiplicado la demanda de metales, minerales y tierras raras. En esa recomposición del mapa extractivo global, el oro (por su historia, su liquidez y su estatus simbólico) se ha convertido en el refugio por excelencia de los capitales que perciben la reconfiguración de las bases energéticas mundiales como una fuente potencial de inestabilidad y conflicto.

En términos del desarrollo técnico de la economía mundial los avances digitales también inciden indirectamente en el comportamiento del oro. La digitalización financiera, la proliferación de criptomonedas y los recientes experimentos de monedas digitales de bancos centrales (CBDC) han reabierto un debate ya recurrente entre los analistas económicos de todo el mundo: ¿hasta qué punto el capital puede desvincularse de un respaldo físico sin perder legitimidad? A medida que los Estados y las corporaciones exploran formas electrónicas de emisión y control monetario, el oro reaparece como contrapeso de credibilidad. No es ninguna casualidad que, en el discurso de ciertos economistas, el oro se presente como el “activo analógico” de un mundo hiperdigitalizado, una reserva de confianza en tiempos de opacidad algorítmica.

En términos geopolíticos la escalada del oro puede interpretarse como un correlato material del desplazamiento del poder económico hacia el Sur Global. Asia, que concentra más del 60% de la demanda física mundial, se ha convertido en el epicentro del nuevo ciclo dorado. China, principal productor y comprador, utiliza las reservas de oro como seguro de su política de internacionalización del yuan. La estrategia china pasa por incrementar la credibilidad de su moneda a través de la acumulación de un activo universalmente reconocido. Rusia, por su parte, tras las sanciones impuestas por Occidente, ha reforzado su dependencia del oro tanto como respaldo interno como en transacciones con socios no alineados. Por ello esta dinámica apunta a una erosión gradual del monopolio occidental sobre los mecanismos de reserva y financiamiento internacional.

Europa y Estados Unidos, en cambio, enfrentan un dilema multidimensional. El oro, que durante décadas desempeñó un papel simbólico en la estabilidad de sus monedas, se ha convertido ahora en una variable que escapa parcialmente a su control. Las políticas monetarias de los bancos centrales occidentales, diseñadas para contener la inflación sin asfixiar el crecimiento, chocan con el hecho de que cualquier señal de relajación estimula la demanda de oro y debilita al dólar o al euro. Occidente está atrapado en una paradoja económica: cuanto más intenta estabilizar las economías domésticas mediante estímulos, más alimenta el impulso del oro; y cuanto más endurecen las condiciones monetarias, más deterioran la sostenibilidad de la deuda pública. La dicotomía entre estabilidad financiera y sostenibilidad fiscal se ha vuelto insostenible, y el oro actúa como espejo de esa contradicción estructural.

Pese a todo el respaldo y seguridad que el valor del oro pueda tener, este fenómeno no está exento de riesgos. Las cotizaciones actuales del oro reflejan en parte una anticipación colectiva de crisis que quizás no se materialice con la intensidad prevista. Un eventual repunte del dólar, una reducción efectiva de la inflación o la resolución parcial de conflictos geopolíticos podrían revertir parte de la subida. No obstante, incluso en escenarios de corrección, el nivel de precio alcanzado sugiere que el oro ha recalibrado su rango de valor estructural. Ya no se percibe como un activo especulativo de refugio temporal, sino como un componente permanente de las estrategias de diversificación soberana. El patrón oro, abolido formalmente hace medio siglo, no ha resucitado como sistema, pero sí como imaginario. La jerarquización áurea vuelve a representar una idea de solidez que las monedas fiduciarias, en su mayoría, han erosionado. La reconfiguración económica actual en base al valor del oro no puede reducirse a los sensacionalistas gráficos de cotización o a las curvas de oferta y demanda. Debe situarse en el plano de la geoeconomía, entendido como el espacio donde confluyen las decisiones monetarias, los equilibrios de poder y la distribución de la riqueza material. El alza en la valorización del oro comunica el agotamiento del paradigma neoliberal-financiarizado y la emergencia de una economía política de la incertidumbre. En esa economía, los Estados buscan blindarse frente a la volatilidad sistémica mediante instrumentos tangibles, mientras los mercados revalúan las métricas de seguridad y riesgo. El oro se convierte así en el lenguaje común entre ambos mundos: para los gobiernos, un escudo de soberanía; para los inversores, una póliza contra el desorden global.

La subida del oro es el reflejo de una época de transición. La vieja arquitectura monetaria centrada en el dólar y sostenida por la confianza en las instituciones occidentales muestra fisuras, mientras la multipolaridad redefine los criterios de poder y legitimidad. En ese interregno, el oro resurge como símbolo de continuidad en medio del cambio, como el último bien cuya posesión sigue significando poder real en un sistema cada vez más abstracto. Su ascenso es síntoma y advertencia del mañana que se cierne sobre nosotros: síntoma de la pérdida de fe en las promesas del orden financiero global y advertencia de que la estabilidad futura requerirá no sólo innovación tecnológica o reformas fiscales, sino también un nuevo consenso sobre el concepto de valor. El oro, que nunca desapareció del todo, vuelve a recordarnos que la economía sigue siendo en esencia una cuestión de confianza y materia; y que, mientras esa confianza se erosiona, el oro seguirá ascendiendo como el último refugio de un mundo que busca anclas en medio de su propia volatilidad.

Alberto Rodríguez

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