Como bien ocurre cada año en estas fechas, hoy ha tenido lugar el discurso sobre el Estado de la Unión, pronunciado por Ursula von der Leyen. En esta ocasión, puede que haya sido uno de los intentos más explícitos de la Comisión por redefinir el papel de Europa en el mundo convulso y multipolar en el que nos encontramos.
No es casual que la presidenta comenzara con palabras poco habituales en la retórica comunitaria: “Europa está en combate”. Una frase de tal contundencia revela hasta qué punto la Unión ha dejado atrás la etapa de complacencia estratégica y diplomática en la que solía refugiarse, para enfrentarse a la evidencia de que los pilares de su seguridad, su prosperidad y su legitimidad política se ven amenazados desde múltiples frentes.
En este sentido, Von der Leyen ha mandado un mensaje claro: “sencillamente no hay espacio ni tiempo para la nostalgia. En este preciso momento se están trazando las líneas de batalla para un nuevo orden mundial basado en el poder. De modo que, sí, Europa tiene que luchar por su lugar, en un mundo en el que muchas grandes potencias son ambivalentes o abiertamente hostiles hacia Europa”. Lo que subyace en esta idea no es únicamente un llamamiento a la unidad, sino una advertencia: el orden internacional que permitió a Europa proyectar su influencia como potencia normativa está en crisis, y el continente debe decidir si asume un papel protagonista en la reconfiguración de ese orden o si se resigna a ser un actor secundario en una partida jugada por otros. Cuestión de recuperar la hegemonía o desaparecer.
La primera realidad que nos encontramos en el discurso es que la guerra en Ucrania ocupa, inevitablemente, el grueso del análisis. Tres años después de la invasión rusa, el conflicto ha dejado de ser un mero enfrentamiento regional para convertirse en un choque sistémico entre visiones del mundo opuestas: la de un imperio que recurre a la fuerza para reafirmar sus ambiciones territoriales y la de un continente que, con vacilaciones, intenta defender los principios de soberanía, democracia y legalidad internacional. Sin embargo, más allá de la dimensión humana o la posición democrática que ha pretendido adoptar el ejecutivo de la Comisión durante estos últimos años, lo que está en juego es la credibilidad de Europa como garante de su propia seguridad.
La presidenta insistió en que la libertad de Ucrania es la libertad de Europa, y, de hecho, muchos sostienen que, si Kiev cayera, la frontera oriental de la Unión quedaría expuesta a una Rusia dispuesta a seguir avanzando. De ahí que la Comisión anunciara la creación de una Alianza de Drones con Ucrania, el adelanto de recursos financieros y un programa para garantizar la “ventaja militar cualitativa” del ejército ucraniano. Pero, al mismo tiempo, Von der Leyen reconoció una verdad incómoda: la economía de guerra de Putin persistirá aunque termine la guerra. Esta constatación obliga a Europa a preparar su propia defensa, y por ello defendió la puesta en marcha del semestre europeo de la defensa y la movilización de hasta 800.000 millones de euros en inversiones militares.
Sin embargo, el dilema persiste: ¿hasta qué punto la Unión es capaz de actuar como un poder militar creíble sin depender del paraguas estadounidense? La respuesta, por ahora, parece ser incierta.
La fragilidad de la autonomía europea se evidencia de forma aún más clara en la relación con Estados Unidos. Von der Leyen defendió el acuerdo comercial alcanzado este verano, presentándolo como una victoria táctica que preserva el acceso de las empresas europeas al mercado estadounidense. Sin embargo, esto dista de la realidad: se parte de una clara situación de desigualdad y millones de empleos e industrias dependen de esa relación, lo que convierte a la Unión en rehén de la política comercial de Washington. La presidenta afirmó que Europa fija sus propias normas y decide por sí misma en materia digital y medioambiental, pero la realidad es que las tensiones transatlánticas han obligado a Bruselas a aceptar compromisos que difícilmente pueden calificarse de expresión plena de soberanía.
Esta contradicción revela una de las debilidades más notorias del ejecutivo de Von der Leyen. Su Comisión ha sido capaz de gestionar crisis como la pandemia, la recuperación económica, o el corte del gas ruso, pero no ha logrado romper el patrón histórico de subordinación estratégica respecto a Estados Unidos. La retórica de la “autonomía estratégica” choca con los límites de un continente cuya seguridad última descansa en la OTAN, cuya disuasión nuclear sigue siendo americana y cuyas principales cadenas tecnológicas dependen aún del capital y de las patentes extranjeras.
Paralelamente, otros actores avanzan sin escrúpulos en su desafío al orden liberal. China se consolida como un principal competidor que no solo domina las cadenas industriales globales, sino que continúa su expansión por África y fortalece sus vínculos con Rusia y Corea del Norte, y como quedó patente en las imágenes recientes de Pekín escoltado por Putin y Kim Jong-un.
La Unión es consciente de que la pugna tecnológica será decisiva, y de ahí la insistencia en promover un criterio de “hecho en Europa” para las tecnologías limpias, en invertir en gigafactorías de inteligencia artificial y en blindar a las startups europeas frente al capital de Silicon Valley. No obstante, aquí también se percibe la brecha entre discurso y realidad: Europa lidera en patentes de energías limpias, pero China controla buena parte de los minerales críticos que hacen posible esa transición. Europa habla de soberanía tecnológica, pero sus empresas emergentes siguen acudiendo a inversores estadounidenses o asiáticos para escalar.
Rusia, por su parte, continúa utilizando la fuerza como instrumento político, no solo en el frente ucraniano, sino también a través de provocaciones directas contra la propia Unión. El episodio de hoy en el que drones rusos violaron el espacio aéreo polaco constituye una señal inequívoca de que Moscú no duda en tensar las costuras de la seguridad europea, poniendo a prueba tanto la capacidad de reacción de Bruselas como la credibilidad de la OTAN. Este tipo de incursiones no son simples incidentes tácticos, sino advertencias estratégicas que buscan sembrar dudas sobre la solidez de la defensa colectiva. Al mismo tiempo, mantiene ofensivas masivas contra infraestructuras críticas en Ucrania, reforzando la sensación de que la guerra afecta a la estabilidad del continente en su conjunto. La Unión responde con sanciones, con apoyo financiero y con el proyecto de convertir los activos rusos inmovilizados en un fondo para la reconstrucción de Ucrania. Pero Moscú cuenta con un aliado formidable: el tiempo. La fatiga europea, la erosión del consenso político y las dificultades económicas internas son el terreno en el que Putin apuesta prolongar la guerra. Y en ese tablero, la lentitud de las instituciones europeas y la persistencia del veto en política exterior se convierten en un lastre frente a la rapidez de decisión de los regímenes autoritarios.
Además, la situación en Gaza añade una capa de complejidad. Von der Leyen condenó la hambruna provocada por el gobierno de Netanyahu, criticó los planes de asentamientos israelíes y anunció sanciones contra los colonos de Cisjordania. Sin embargo, reconoció la incapacidad de Europa para actuar con una sola voz. La divergencia entre Estados miembros erosiona la credibilidad de la Unión como actor diplomático, y proyecta la imagen de un continente capaz de ofrecer ayuda humanitaria, pero incapaz de imponer una solución política. Esta fragmentación refuerza la percepción de debilidad: mientras Estados Unidos, pese a sus contradicciones, mantiene un papel central en la gestión del conflicto, Europa aparece como un socio secundario que no logra articular su influencia.
La conclusión a la que conduce el discurso es evidente: la independencia de Europa no es un estado de cosas, sino un proyecto en construcción. Y en ese camino, el mayor obstáculo es interno. Cambiar esta situación requiere de una voluntad política que, por ahora, parece limitada. El riesgo es claro: en un mundo donde las potencias se mueven con rapidez, una Europa que duda y que se ahoga en su propia burocracia e inmovilismo se convertirá en un actor irrelevante.
No obstante, conviene reconocer que el discurso esboza una hoja de ruta ambiciosa: invertir en defensa, acelerar la transición energética, proteger a la industria europea frente a la competencia desleal, reforzar la democracia interna frente a la desinformación y construir alianzas con países del Sur Global. Todo ello apunta a una estrategia coherente de reforzamiento de la soberanía.
La cuestión de fondo es si el continente tiene “estómago para este combate”, como preguntó Von der Leyen. La historia demuestra que, en momentos de crisis, Europa ha sabido reaccionar: tras la caída del Muro de Berlín, durante la pandemia, con la creación del Plan de Recuperación… Pero nunca antes se había enfrentado a una tormenta geopolítica de tal magnitud, en la que su modelo político, su prosperidad económica y su propia seguridad están en juego simultáneamente. En ese contexto, las proclamas de independencia deben traducirse en decisiones concretas y valientes: más inversión común en defensa, más unidad en política exterior y más determinación para reducir dependencias estratégicas.
Si Europa no lo hace, corre el riesgo de convertirse en un mero terreno de disputa entre Estados Unidos, China y Rusia. Si lo logra, podrá consolidarse como un polo autónomo en un mundo multipolar. La elección, como dijo Von der Leyen, es clara: o luchar juntos por definir nuestro destino, o resignarse a que lo definan otros. Y esa decisión marcará no solo el futuro de la Unión Europea, sino también el lugar de Europa en la historia del siglo XXI.
Alfonso Puello Puerta, Analista Colaborador