La obsesión por una solución que no funciona
Brasil lleva casi una década atrapado en las consecuencias de la disputa por las rutas del narcotráfico entre las dos organizaciones criminales más poderosas del país: el Comando Vermelho y el Primeiro Comando da Capital. El crecimiento de estas facciones y su guerra abierta se desarrollan en el volumen I de esta serie de Guerras de Favela. En este segundo artículo, el foco se desplaza hacia el otro lado del tablero: un Estado que no consigue responder a la altura del conflicto y que sigue aferrado a una lógica represiva que ya no funciona.
Mientras las facciones se expandieron, profesionalizaron y diversificaron hasta controlar territorios enteros, la estrategia estatal permaneció prácticamente inmóvil. El repertorio es el mismo desde hace décadas: operaciones masivas, incursiones letales y encarcelamientos que no quiebran la cadena de mando. En 1979, la represión dentro de las prisiones contribuyó inadvertidamente a la formación de las futuras “multinacionales del crimen”. Hoy, pese a un panorama criminal infinitamente más complejo, el Estado insiste en la misma fórmula de violencia militarizada.
El contraste es evidente. Mientras el crimen organizado amplió su portafolio, sofisticó su logística y extendió su alcance más allá de las fronteras nacionales, la respuesta estatal continúa basada en golpes de fuerza que apenas rozan las estructuras económicas y operativas de las facciones. Son tácticas rápidas, ruidosas y de alto impacto mediático, pero incapaces de alterar el equilibrio real del poder criminal.
Por eso me pregunto: ¿Por qué el Estado brasileño no aprovecha la división criminal y sigue apostando por una política de seguridad que fracasa una y otra vez?
La Operaçao Contençao: el ejemplo perfecto de un modelo que ya no funciona
La reciente redada lo ilustra con claridad. El 28 de octubre de 2025, la Operação Contenção se convirtió en la noticia viral del país: una megaoperación conjunta en los Complexos da Penha y do Alemão, que movilizó a más de 2.500 agentes y terminó siendo la incursión policial más letal de la historia de Río de Janeiro. Hubo 81 detenidos, al menos 120 muertos —entre ellos cuatro policías— y la incautación de 118 armas y una tonelada de drogas. En plena operación, el CV exhibió su creciente poderío táctico empleando drones cargados con explosivos. Pero la pregunta central permanece: ¿supuso realmente un avance contra el crimen organizado o fue simplemente otra demostración del fracaso del Estado frente a las facciones?
En los Complexos da Penha y do Alemão se repitió lo de siempre: irrupción violenta y fugaz, sin consolidación territorial, sin presencia estatal duradera y sin acumulación de inteligencia útil. La operación fue, esencialmente, un golpe de fuerza carente de estrategia. El resultado era previsible: el CV mantuvo el control territorial, reveló una coordinación interna significativa y recuperó rápidamente sus actividades. La narrativa oficial del “golpe al crimen organizado” se desvaneció en cuestión de días.
En términos concretos, la Contenção no produjo ningún avance real. No desarticuló redes del CV, no afectó sus fuentes de ingreso, no redujo el flujo de drogas ni dañó su capacidad de reclutamiento. Tampoco alteró la correlación de fuerzas en la disputa PCC–CV. Lo que sí dejó claro es que, por más espectacular que sea el despliegue policial, el Estado carece de una política sostenida y de una lógica estratégica coherente. Fue, en definitiva, un capítulo más de una serie que Brasil viene repitiendo desde los años ochenta, sólo que ahora enfrenta a facciones mucho más modernas, fuertemente armadas y con alcance transnacional.
La estrategia dominante en Río sigue siendo la operación policial de impacto: incursiones rápidas y letales, diseñadas para generar métricas visibles —armas incautadas, detenciones, cadáveres—, más que resultados duraderos. La Operação Contenção es simplemente su manifestación más extrema. Aunque movilizó miles de agentes y paralizó temporalmente los Complexos, el efecto real fue mínimo: la estructura criminal del CV —su economía, sus redes locales, su logística— permaneció prácticamente intacta.
Y aquí está el punto crítico. Este modelo no construye presencia estatal, no desplaza la gobernanza criminal y tampoco erosiona la legitimidad que las facciones conservan en estos territorios. Al contrario, las operaciones altamente letales acaban reforzando el discurso del CV como supuesto protector frente a la violencia policial indiscriminada. Así, la estrategia que pretende debilitar a las facciones termina alimentando la lógica que les permite mantenerse arraigadas.
Desafíos a superar en pos de la eficiencia: Corrupción, infiltración, desconfianza, federalismo disfuncional y cárceles incontrolables
La ineficiencia del Estado en materia de seguridad no se explica únicamente por una estrategia equivocada. Brasil arrastra problemas estructurales que sabotean cualquier intento de política coherente y que, además, impiden aprovechar la incompatibilidad de modelos entre el CV y el PCC, una oportunidad estratégica que el Estado ni siquiera ha intentado explotar.
Para empezar, la corrupción policial y la infiltración del crimen organizado dentro del aparato estatal siguen siendo uno de los mayores obstáculos. No son anomalías ni “manzanas podridas”, sino un engranaje permanente que protege a las facciones y, al mismo tiempo, limita, condiciona o directamente paraliza a las fuerzas del orden. En Río de Janeiro, el arrego —el soborno para evitar intervenciones o liberar detenidos— es prácticamente una institución informal. A esto se suma que parte de las milicias está compuesta por policías en activo o retirados con acceso a información operativa capaz de frenar o desactivar una operación antes de que empiece. En regiones como la Amazonía, los comandantes de unidades especiales deben organizar intervenciones como si fueran conspiraciones internas, para que no se filtren a los narcotraficantes a través de policías infiltrados.
La infiltración no acaba en las fuerzas de seguridad: atraviesa los tres poderes del Estado. El PCC ha conseguido corromper policías, funcionarios penitenciarios, fiscales, operadores judiciales y, además, financiar campañas municipales mediante redes empresariales que responden a la organización. Así, el crimen organizado ha acumulado algo parecido a representación política propia: alcaldes, concejales y funcionarios estatales detenidos por fraude, soborno y lavado de dinero. El arresto del ex jefe de la Policía Civil de Río por colaborar con mafias locales evidencia lo profundo que ha calado esta red.
Este entramado tiene consecuencias directas en la operatividad del Estado. Las agencias policiales y judiciales desconfían unas de otras, reduciendo la cooperación al mínimo. La Policía Civil —fragmentada en 28 fuerzas estatales autónomas— opera con poca integración, y en las favelas es habitual escuchar que la policía entra a cobrar sobornos a los jefes del tráfico. En São Paulo, la Policía Federal prefiere trabajar sola porque no puede asegurarse de que la policía local no esté filtrando información a las facciones. La desconfianza no solo dificulta la coordinación: también vuelve extremadamente vulnerables a investigadores y fiscales que intentan procesar a policías corruptos o redes criminales incrustadas en el Estado.
A la vez, la debilidad institucional destruye la posibilidad de colaboración ciudadana. El sistema de protección de testigos es tan frágil que cualquier agente con acceso a bases de datos puede identificar a quienes denuncian delitos. Esto alimenta un círculo vicioso: corrupción que fomenta infiltración, infiltración que destruye la cooperación, y una desconfianza estructural que hace inviable cualquier política sostenida.
A este escenario se suma un federalismo disfuncional. La seguridad pública depende de los estados, pero la amenaza es nacional. Tanto el PCC como el CV operan en varios territorios, lo que exige coordinación interestatal… que no existe. La comunicación es deficiente, las operaciones no se integran y los criminales simplemente cambian de estado para esquivar detenciones. Esta descentralización profundiza la desconfianza entre la Policía Federal y las policías civiles: cuanto menor es el control, mayor es el riesgo de corrupción e infiltración. Las facciones lo saben y lo explotan. Para ellas, las fronteras administrativas funcionan como barreras protectoras. El PCC, presente en 24 estados, domina el arte de moverse entre jurisdicciones que no se hablan.
El sistema penitenciario es quizá el ejemplo más extremo de cómo el Estado contribuye a su propio fracaso. Con cárceles al 200% de ocupación, el control es prácticamente imposible. Lejos de debilitar a las facciones, el encarcelamiento masivo les ha permitido reclutar, organizar células internas y mantener comunicación con el exterior. El PCC refinó sus sintonias, estructuras que coordinan operaciones desde dentro; el CV mantiene un control menos rígido, pero igual de influyente. En este ambiente, los presos deben alinearse con alguna facción para sobrevivir. El resultado es un sistema penitenciario que no contiene el crimen, sino que lo produce: auténticas fábricas de soldados para las organizaciones.
Finalmente, hay un factor geográfico. La enorme extensión del territorio brasileño y la existencia de regiones prácticamente selváticas, especialmente en el Norte, complican enormemente cualquier acción policial precisa y sostenida. El crimen organizado aprovecha esa vastedad mejor que el Estado: navega ríos, controla rutas clandestinas y opera en áreas donde la presencia estatal es mínima o inexistente. Es otra ventaja estructural que el Estado no ha sabido compensar.
Estrategias alternativas: Estrategias que aún no sustituyen el modelo militar
Las unidades más especializadas de la Policía Federal hace años que insisten en que la única forma de debilitar al PCC y el CV es atacando su financiación: lavado de activos, empresas fachada, el comercio de combustibles del PCC y el CVnet, además de sus redes de transportes y extorsión. La estrategia que proponen es de asfixia económica, que aunque menos visible que un helicóptero sobrevolando una favela -sin imágenes, ni titulares-, es probablemente la que más efectiva podría ser. El problema es que la inteligencia financiera exige coordinación institucional, que es precisamente uno de los fallos estructurales que se han presentado antes y además requiere de tiempo y capacidad técnica que no siempre puede desplegarse a nivel nacional.
Otra línea que proponen los expertos es la reducción de incentivos para la corrupción, es necesario reducirla para asegurar que cualquier estrategia funciona. Durante la Operaçao Contençao se descubrieron policías involucrados con el CV. Con unos pocos policías cooptados, el trabajo de meses puede verse comprometido. Por eso los expertos indican que combatir la corrupción pasa por vigilar infraestructura clave, puertos, aeropuertos, prisiones y proteger a los agentes que se enfrentan a redes infiltradas. Los agentes que investiguen filtraciones deberían blindarse para proteger el funcionamiento de cualquier estrategia que se intente implementar.
La tercera estrategia se vincula con el control real del territorio, recuperar la autoridad sin caer en el militarismo. Las facciones se han legitimado porque aseguran previsibilidad y un cierto orden cotidiano, aunque sea un orden criminal. Cuando el Estado ha intentado disputar ese control la fuerza letal ha sido la herramienta. Pero el dominio no se sostiene con fusiles, se sostiene con institucionalidad. Debe construir autoridad civil, no ocupación bélica. La policía debe desplegarse no en lucha armada sino para mapear las redes locales, integrar servicios públicos, consolidar bases y responder rápidamente a emergencias. Cuando las reglas del barrio vienen del Estado y no de una facción la autoridad queda restablecida. La alternativa al militarismo no es por lo tanto ni pasotismo, ni inacción, sino la estatización del territorio. El Estado ha de ser visible, predecible y funcional.
Estas estrategias requieren de voluntad política, de un cambio de lógica de impacto inmediato por una lógica de transformación lenta, pero real. Son soluciones menos vistosas, menos rentables electoralmente y más difíciles de sostener. Pero son más capaces de debilitar a las organizaciones que hace décadas dejaron de ser simples bandas armadas.
Divide y Gobierna: La disputa entre el PCC y el CV una oportunidad para el Estado
El crimen organizado en Brasil tiene un talón de Aquiles que no puede evitar. La incompatibilidad entre los modelos del PCC y del CV es profunda y es una debilidad estructural que el Estado, o bien no ha sabido, o bien no ha querido explotar.
El PCC funciona como una corporación criminal centralizada, con jerarquía, burocracia, reglamentos internos y capacidad para imponer disciplina territorial. El CV, en cambio, es una franquicia criminal flexible, donde los vínculos son ideológicos, no organizativos, y las decisiones se llevan a cabo a nivel regional. Este choque de modelos impide una alianza estable y por eso aparecen disputas entre ellos.
Ahí el Estado debe aprovechar esta ventana. En vez de tratar al crimen como algo homogéneo, debe ver entre las fisuras, aprovechar las tensiones internas y sus asimetrías territoriales, reduciendo la capacidad de ambos sin fortalecer a ninguno.
El tablero en el que juega Brasil es un tablero de competición. El Estado debe pasar de una estrategia de “enemigo único” a una lógica de gestión inteligente del conflicto, donde no va a exterminar a las facciones, sino impedir que crezcan, limitar su capacidad operativa y aprovechar las tensiones internas para recuperar espacio estatal.
¿Cómo lo puede hacer? Desestabilizando lo que ya está fracturado. En el caso del CV, por su estructura flexible y autonomía, el Estado debe desorganizar sus redes con operaciones quirúrgicas y acto seguido aprovechar el ruido que generará internamente para identificar más vacíos de poder que poder explotar y aumentar la desconfianza entre células. Allá donde las células se discuten, sea por liderazgo, por puntos de venta en común o por relaciones con el PCC, ahí es donde el Estado debe aparecer. Porque ahí es donde unas facciones van a sospechar de las otras y más rivalidad interna va a aparecer.
En el caso del PCC, que es más disciplinado, pero también más dependiente de infraestructura y su logística, el estado debe atacar sus rutas y sus empresas fachada para presionarlos. Si consiguen interrumpir un corredor clave, los mandos pierden confianza con esa región y se crea tensión interna. En ese clima de tensión el CV puede incrementar la disputa al verse tentado por tomar control de esa región, lo cual acrecienta la disputa entre las facciones.
Ahí donde el PCC tiene intereses logísticos y el CV tiene presencia territorial es donde los ataques quirúrgicos pueden ser detonantes de conflictos ya latentes entre facciones que el Estado puede acrecentar de manera controlada. No con el objetivo de provocar más violencia, sino de orientar las tensiones ya existentes para impedir la consolidación de un poder criminal nacional. La acción del estado debe ser discreta, y precisa. De lo contrario se arriesga a la unión entre ambas facciones para enfrentarlo, lo cual supondría más violencia y menos control por parte del Estado.
Conclusión: El cambio de enfoque es necesario
La guerra entre el PCC y el CV demuestra que el conflicto en Brasil trasciende la criminalidad convencional y es ya una disputa por control territorial. Las normas, servicios y decisiones sobre las comunidades que los grupos han conseguido imponer son un poder paralelo que desafía al Estado.
El enfoque militarizado, con la Operaçao Contençao como estandarte, es ineficaz y perpetúa la violencia en las comunidades vulnerables además de reforzar la impunidad. La fuerza bruta genera titulares, no soluciones.
Los operativos policiales no deben ser la única estrategia, la coordinación de sus instituciones, la lucha contra la corrupción, atacar las finanzas que sostienen a los criminales y conseguir que las comunidades se fíen del Estado tras consolidarse y legitimarse en cada favela, o poblado afectado deben priorizarse. Solo atacando los fallos estructurales podrá el Estado consolidar su autoridad, debilitar a las organizaciones y garantizar la seguridad en su territorio. Con el fracaso de la tregua entre las facciones además, la oportunidad para explotar la rivalidad entre CV y PCC apremia al cálculo y la discreción más que a la violencia y el descontrol, que por desgracia son habituales en Brasil.
Daniel Castilla, Analista
