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La Estrategia Norteamericana en Venezuela

En el debate sobre gobernanza y estabilidad regional en América Latina, ningún país concentra tantas miradas como Venezuela. Lo que antes era un conflicto diplomático crónico se ha transformado en una escalada abierta: movimientos militares, acusaciones cruzadas y un clima estratégico que ha vuelto a situar a Caracas en el centro de la agenda de Washington.

No es ningún secreto que las relaciones entre Caracas y Washington han estado marcadas por el desencuentro. Durante décadas, ambas capitales han intercambiado acusaciones, críticas y gestos hostiles. Pero en esta ocasión, el deterioro se ha acelerado: el reciente despliegue militar estadounidense en aguas del Caribe ha elevado la tensión a niveles inéditos, supuestamente justificado por la necesidad de combatir el narcotráfico que amenaza a la seguridad y la convivencia en Estados Unidos. En este contexto, la pregunta que muchos se hacen es: ¿existe un riesgo real de un conflicto armado? Si bien no es posible responder con certeza, sí se puede asegurar que la tensión se siente en el aire caribeño. 

EL NARCOTRÁFICO, EL TERRORISMO Y VENEZUELA

En noviembre del 2025, Washington dio un paso decisivo en su estrategia contra el gobierno de Maduro al designar a la llamada Organización de los Soles como grupo terrorista. La administración Trump ha sostenido que este entramado estaría dirigido por altos mandos militares venezolanos e incluso por el propio presidente, a quienes acusa de facilitar y proteger operaciones de narcotráfico.

La respuesta de Caracas no tardó en conocerse, rechazando las acusaciones como una construcción política destinada a fabricar un pretexto para una eventual intervención externa. El gobierno venezolano sostiene que se trata de una maniobra que busca deslegitimar al régimen.

La implicación geopolítica de esta designación es importante. Aunque no constituye una base legal para una intervención militar, sí marca un punto de inflexión en la presión estadounidense. La etiqueta de “terrorismo” tiene efectos prácticos: endurece las restricciones financieras, dificulta la colaboración de terceros con el gobierno venezolano y amplía el margen de acción de Washington. El objetivo no parece ser un ataque directo, sino el aislamiento progresivo del círculo de poder en Caracas.

Por el momento, las amenazas y medidas coercitivas no han provocado cambios visibles en la estructura militar y política que sostiene a Maduro, pero la decisión estadounidense confirma que la confrontación ha entrado en una fase más dura.

LA PROYECCIÓN DE PODER MILITAR

La creciente tensión se explica por la nueva dimensión militar de la crisis. Estados Unidos mantiene actualmente en el Caribe un despliegue inusual: el portaaviones nuclear de última generación USS Gerald R. Ford, acompañado por su grupo de combate, que incluye más de 70 aeronaves y al menos tres destructores. Se trata de una concentración de poder naval excepcional, tanto para los estándares de la región como para los patrones habituales de la proyección militar estadounidense. El propio portaaviones posee una capacidad aérea superior a la de cualquier país sudamericano, incluso Brasil, lo que convierte este movimiento en un claro gesto de disuasión estratégica.

En contraste, las capacidades militares venezolanas se caracterizan por un alto grado de opacidad. No existen cifras fiables sobre el número actual de efectivos, el alcance real de su operatividad ni el volumen de desertores. Las evaluaciones sobre su arsenal dependen en gran medida de las compras declaradas de armamento, pero estas no permiten determinar la condición técnica ni el funcionamiento efectivo de los sistemas más antiguos.

En términos bélicos, esta gran acumulación de poder militar cerca de una frontera suele dirigir a un enfrentamiento directo. No obstante, no existen indicios sólidos de que Estados Unidos esté preparando una invasión terrestre en Venezuela. Varias razones explican esta cautela. En primer lugar, una operación de este tipo requeriría un contingente muy superior al desplegado. Asimismo, la experiencia histórica demuestra que las intervenciones extranjeras en América Latina suelen generar un rechazo transversal: movimientos antiimperialistas han unido, en distintos momentos, a sectores tanto de izquierda como de derecha. Bajo este prisma, no sería impensable que parte de la oposición venezolana – a pesar de su confrontación con el régimen – encontrara costes políticos en respaldar una presencia militar extranjera. En segundo lugar, cualquier operación terrestre derivaría en una guerra asimétrica, con un elevado riesgo político y militar para Washington. El recuerdo de Vietnam sigue siendo un factor de peso en la planificación estratégica estadounidense. El coste humano, la incertidumbre operacional y la dificultad de asegurar un resultado político duradero convierten esta opción en un escenario altamente improbable.

Lo que resulta difícil de imaginar es que, una vez activado un dispositivo de presión militar como el actual, Washington retire sus fuerzas sin obtener algún tipo de resultado tangible, dada la carga política que esto implica. Desde esta lógica, el escenario más plausible no es una invasión, sino el empleo de capacidades tecnológicas avanzadas como drones para inutilizar infraestructuras críticas del régimen, reduciendo riesgos y evitando bajas.

A la luz del comportamiento pasado de Trump, su inclinación parece clara: negociar desde una posición de fuerza antes que comprometerse en un conflicto. La prioridad sería mantener la presión sin cruzar el umbral de una guerra convencional.

REACCIONES REGIONALES E INTERNACIONALES 

Desde una perspectiva regional, América Latina ha defendido históricamente el principio de no intervención, y nada indica que esta tradición haya cambiado. Sin embargo, la capacidad de la región para articular posiciones comunes es hoy más limitada que nunca. El multilateralismo latinoamericano atraviesa una crisis profunda: las instituciones regionales carecen de cohesión, los gobiernos están polarizados y la agenda doméstica domina por completo las prioridades nacionales. En este contexto, resulta improbable una reacción unificada ante cualquier escalada. Los países del continente arrastran graves desafíos internos que eclipsan cualquier preocupación por la situación venezolana. 

Históricamente, además, América del Sur ha intervenido poco en la crisis venezolana, lo que debilita su legitimidad para actuar ahora. Una postura firme contra Estados Unidos también sería difícil de sostener: aunque la región mantiene su retórica anti-intervencionista, tampoco desea tensar sus relaciones con un actor del que depende económica y estratégicamente. Es posible que algunos gobiernos emitan críticas políticas, pero es improbable que estas se traduzcan en acciones. 

En el escenario ideal, países regionales fuertes como Chile o Brasil deben de ejercer como mediadores. No obstante, esto no parece viable, y un gobierno puesto por un actor externo tampoco parece que sea la mejor solución.

Más allá de la región, la reacción de la comunidad internacional añade un nivel adicional de incertidumbre. La atención se concentra en las grandes potencias, especialmente Rusia y China, aliados estratégicos de Maduro. Circulan especulaciones sobre un posible entendimiento informal entre Moscú y Washington: Rusia consolidaría sus posiciones en Ucrania mientras Estados Unidos persigue sus objetivos en Venezuela sin interferencia mutua. Sin embargo, estas teorías carecen de confirmación y se mantienen en el terreno de la conjetura.

Lo que sí es evidente es la tendencia global que subyace a este episodio. El sistema internacional basado en normas y resolución pacífica de disputas está siendo reemplazado por uno fundado en amenazas y la posibilidad del uso del poder militar. Venezuela se convierte así en un nuevo escenario donde se refleja la erosión del orden liberal y la reaparición de lógicas de fuerza en la política internacional contemporánea.

LECCIONES DE LAS TENSIONES

El análisis de la estrategia estadounidense bajo el mandato de Trump sugiere que una intervención militar en Venezuela es poco probable. Washington ha optado por una combinación de presión económica, aislamiento diplomático y acciones destinadas a debilitar las redes que sostienen al régimen. El reciente cierre del espacio aéreo venezolano por parte de Estados Unidos se inscribe precisamente en esta lógica: intensificar la asfixia estratégica sin cruzar el umbral de una confrontación convencional.

La estrategia estadounidense responde a un cálculo más amplio. Estado Unidos es conocedor de que su hegemonía está siendo cuestionada, por ello lanza ofensivas preventivas, que disciplinan territorios y mandan mensajes. 

En este marco, Venezuela es un mal menor. El país representa un escenario desde el cual reafirmar su relato de gran pacificador. No obstante, si surgiera una amenaza mayor en otro punto, como en el Indo-Pacífico o las aguas que rodean Taiwán, Washington no dudaría en redirigir sus recursos militares. 

Lo que ocurra en los próximos meses dependerá menos de la dinámica interna venezolana y más de la evolución del tablero global en el que Estados Unidos busca preservar su posición dominante.

Gabriela De la Cuesta Megías, Analista