En el crisol de las actuales disputas económicas, políticas y de soberanía, la fractura del sistema financiero global se perfila como un rasgo geopolítico importante. El marco que previamente consolidaba el dominio del dólar y la preeminencia de las instituciones occidentales, utilizando plataformas tipo SWIFT como eje del intercambio transfronterizo, se enfrenta a la presión de sanciones dirigidas, desconfianza creciente y avances en la innovación financiera digital. Más que un cambio instantáneo hacia un nuevo orden, lo que parece manifestarse es un entramado de redes alternativas que, a pesar de estar en desarrollo, ya comienzan a alterar el panorama del poder monetario. La aplicación constante de sanciones convierte al propio sistema financiero en el epicentro del conflicto: en escenarios en los que el controlador de los canales de pago puede bloquear operaciones, inmovilizar recursos o aislar una nación, los países sometidos a sanciones tienen un interés crucial en disminuir esa dependencia. Como respuesta, Rusia creó su SPFS (Sistema de Transferencia de Mensajes Financieros) con el fin de disminuir su vulnerabilidad ante potenciales exclusiones del sistema SWIFT.
En los últimos 20 años China ha invertido enérgicamente en la creación y consolidación del CIPS (CrossBorder Interbank Payment System) para las transacciones internacionales en yuanes, ampliando su cobertura a instituciones financieras de naciones deseosas de eludir el espectro de sanciones indirectas. Dichas arquitecturas alternativas no aspiran (al menos por el momento) a suplantar los sistemas predominantes, sino a facilitar vías paralelas en contextos de alta tensión. Lecturas contemporáneas acerca de esta transformación económica presentan un modelo en el que las amenazas de sanciones, los efectos de red e inversiones en infraestructuras impulsan el traslado a sistemas alternativos. La transformación digital del capital, especialmente el auge de las CBDC (monedas digitales de banco central) proporciona una herramienta crucial para esta transformación. Con más de 130 bancos centrales investigando activamente estas herramientas, la digitalización posibilita tanto pagos domésticos más eficientes como liquidaciones internacionales que evaden a los intermediarios convencionales. Sin embargo, esta evolución no carece de complejidades: crear una CBDC interoperable, segura y congruente con las metas macroeconómicas domésticas conlleva la resolución de desafíos vinculados a la privacidad, el control de capitales y la estabilidad financiera.
En el escenario geopolítico actual las CBDC podrían exacerbar la fragmentación mundial en caso de no unificar sus criterios y estructurarse en torno a bloques geopolíticos, gestando “agrupaciones interoperables” y bloqueando una interoperabilidad global. Si bien prometen neutralidad técnica las CBDC no son una utopía económica. Su efectividad, en la elusión de sanciones, depende crucialmente de la colaboración regulatoria global y la aceptación, por múltiples países, de su integración en plataformas comunes. Un ejemplo es el sistema MBridge, un proyecto orquestado por diversas autoridades monetarias de China, Hong Kong, Tailandia, EAU, Arabia Saudí y el Banco de Pagos Internacionales. Esta iniciativa persigue interconectar varias CBDC y facilitar liquidaciones en tiempo real, entre divisas nacionales. No obstante, tiene obstáculos: dirección fragmentada, interoperabilidad transcontinental, y la confianza política entre actores con estructuras monetarias dispares. Sin duda, la evolución de esta plataforma actuará como un indicador para la factibilidad técnica de las redes digitales alternativas sin participación occidental.
Además de las CBDC, los criptoactivos y las stablecoins introducen una variable disruptiva añadida, particularmente en entornos donde la infraestructura financiera “formal” es limitada o está bajo el control de influencias externas. Las arquitecturas mixtas permitirían a las monedas privadas respaldadas como el USDC o USDT, coexistir con monedas emitidas por estados, esto facilita una simbiosis monetaria en términos de correlación de valores, creando mecanismos híbridos que mejorarían la interoperabilidad y la seguridad institucional. Esta conexión monetaria mixta no es sencilla de alcanzar, pues las stablecoins son sinónimo de riesgos asociados a integridad, volatilidad y arbitraje regulatorio.
Un informe del BIS, asimismo, alertó de que los instrumentos digitales “portables” podrían favorecer flujos ilícitos, al igual que la elusión de controles KYC/AML, a menos que se les dote de las correspondientes herramientas de supervisión. Para las naciones emergentes, tal transformación supone un arma de doble filo. Por una parte, brinda la oportunidad de disminuir la exposición al dólar, diversificando sus redes de pago, lo que afianza la soberanía financiera y evita la coerción financiera externa. Por otro lado, adoptar infraestructuras alternativas demanda una alta capacidad institucional, además de sólidas reservas internacionales, una profundización de los mercados locales y, en esencia, confianza en la moneda local. Estos estados, en muchos casos, carecen del capital político y expertise técnico requerido para desplegar, de forma simultánea, múltiples redes de compensación, CBDC o sistemas regulados de stablecoins, evitando así desequilibrios en el sistema de referencia del dólar ya establecido.
La implementación de redes fragmentadas conlleva costes macroeconómicos y riesgos para la estabilidad económica: complejidad operativa aumentada, gastos por mantener la correspondencia entre diferentes redes, menores economías de escala y mayor riesgo de “shadow liquidity”. Asimismo, la ausencia de una red única y líquida podría amplificar los efectos de crisis cambiarias y financieras. En esta tesitura, la fragmentación del sistema dólar no es la solución definitiva; refuerza la resiliencia en ciertos casos, no obstante, podría agravar la fragilidad sistémica bajo condiciones de tensión generalizada. La noción del desplazamiento del dólar del liderazgo monetario global resulta arriesgada, aunque es un escenario anticipado. Instituciones financieras, como J.P.Morgan, alertan que las afirmaciones sobre el declive del dólar se exageran: la divisa estadounidense mantiene una posición fundamental en las reservas, la financiación global y los mercados de capitales, y la evolución hacia un entorno multipolar, se presume, será paulatina y gradual. No obstante, la desintegración del sistema de pagos podría menoscabar las ventajas excepcionales que, durante décadas, han favorecido al dólar; así mismo, podría limitar su impacto como instrumento de sanciones.
La geopolítica financiera del siglo XXI reclama que las potencias mundiales y los bancos centrales desplieguen una visión híbrida: no sólo es imperativo resguardar el sistema dólar establecido, sino reformarlo para encarar las diferencias tecnológicas. Europa, por ejemplo, podría impulsar estándares regulatorios uniformes para CBDC y stablecoins, fomentando la interoperabilidad mundial, lo cual inhibiría la fragmentación extrema. Las entidades multilaterales desempeñan una función esencial en la conciliación de normas, la provisión de infraestructura compartida y en evitar que la rivalidad entre bloques derive en caos financiero.
Nos encontramos en un período de inexorable transformación. No forzosamente hacia un único sistema que suplante al dólar, sino hacia una situación donde coexistan diversas redes de pago estadales, privadas y mixtas, moldeadas por alineaciones geopolíticas, destrezas técnicas y confianza institucional. Aquella multiplicidad, no solo remodela los esquemas del poder financiero; sino que demanda una reconsideración estructural. Es necesario replantear cómo las finanzas, la diplomacia y la política se entrelazan en una era donde la capacidad de influir o aislar un sistema de pagos define quién ostenta el mando del Leviatán económico.
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