Desde su fundación en 1991 con la firma del Tratado de Asunción, el Mercado Común del Sur (MERCOSUR) ha encarnado la aspiración de América del Sur por construir un espacio de integración económica y política que supere las fronteras del nacionalismo, una entidad supranacional que proyecte al continente como un actor con voz propia en la escena internacional. Más que un mero acuerdo comercial multilateral, el MERCOSUR fue concebido como una utopía pragmática: la promesa de transformar una región fragmentada desde los procesos de independencia en una comunidad con un destino común.
Treinta años después, esa promesa atraviesa una fase de reconfiguración que parece ser fundacional. Gracias a nuevos acuerdos y acercamiento de posturas entre los gobiernos sudamericanos una unidad económica sin precedentes parece más cercana que nunca. En el centro de este proceso se encuentra Brasil, cuyo papel como potencia regional resulta tan inevitable como ambivalente. Ninguna agenda de integración sudamericana puede pensarse al margen de su peso económico, su capacidad diplomática y su imaginario de liderazgo. Pero tampoco puede obviarse la tensión entre su vocación de hegemonía y las limitaciones que le impone su entorno regional. Este artículo explora la reconfiguración contemporánea del MERCOSUR a la luz de la trayectoria de Brasil como potencia regional.
Del regionalismo económico al regionalismo político
El MERCOSUR nació en un contexto de convergencia entre la apertura neoliberal y el retorno de la democracia a Sudamérica. La liberalización comercial se percibía como instrumento de modernización económica y la integración regional como mecanismo de estabilización política. En esa primera etapa, los objetivos eran nítidamente económicos: eliminar barreras arancelarias, establecer un arancel externo común y coordinar políticas macroeconómicas. Brasil y Argentina, tras décadas de rivalidad, se propusieron articular un espacio de confianza mutua que garantizara previsibilidad a sus procesos de transición. Sin embargo, la integración puramente comercial pronto reveló sus límites. Las crisis financieras de los años noventa, las asimetrías productivas entre los socios mayores y menores y la fragilidad institucional del bloque mostraron que un regionalismo sustentado solo en el mercado no bastaba para articular un proyecto político duradero. Fue en la primera década del siglo XXI, bajo el influjo de los gobiernos progresistas, cuando el MERCOSUR experimentó un viraje pivotal en su naturaleza: se transformó en un espacio de concertación política y social.
Brasil, bajo el liderazgo de Luiz Inácio Lula da Silva, desempeñó un papel determinante en esa reorientación. La diplomacia brasileña impulsó la creación del Fondo de Convergencia Estructural del MERCOSUR (FOCEM), el fortalecimiento del Parlamento del MERCOSUR y la inclusión de nuevos actores (movimientos sociales, sindicatos, universidades) en los procesos de desliberalización. El bloque pasó de ser una estructura puramente económica para devenir una comunidad política en construcción, orientada a la autonomía frente a los polos de poder global, especialmente frente a la hegemonía estadounidense simbolizada en el proyecto del ALCA. En este tránsito del regionalismo económico al político, Brasil actuó como motor y mediador. Pero su liderazgo, aunque indispensable, nunca fue inocuo: la misma fuerza que impulsaba la integración era percibida por algunos socios como un ejercicio de predominio. La ambigüedad brasileña (entre hegemonía benevolente y pragmatismo nacionalista) se convirtió en el eje de las tensiones estructurales del MERCOSUR.
Brasil: entre la potencia regional y la potencia global
La proyección internacional de Brasil se ha construido históricamente sobre una dicotomía socioeconómica: ser el centro de gravitación regional y, al mismo tiempo, trascender las fronteras del continente. Desde Itamaraty (palacio brasileño ubicado en Brasilia, sede del Ministerio de Relaciones Exteriores de Brasi)lla estrategia ha sido articular un liderazgo cooperativo (basado en el consenso, no en la imposición) y una autonomía estratégica frente a las grandes potencias.
Durante los gobiernos de Lula (2003–2010), esta política alcanzó su apogeo. Brasil promovió un regionalismo posliberal, fundado en la solidaridad y la concertación política, mientras desplegaba una diplomacia Sur–Sur orientada a reformar la gobernanza global. En este marco, el MERCOSUR fue tanto una plataforma como un laboratorio: un instrumento para articular América del Sur y, al mismo tiempo, un trampolín para la proyección de Brasil en foros como el G20, los BRICS o la Organización Mundial del Comercio. No obstante, la combinación entre liderazgo regional y ambición global resultó difícil de sostener. La crisis económica de 2008, la inestabilidad política interna y la alternancia ideológica en los países vecinos desarticularon la cohesión regional. Con los gobiernos de Dilma Rousseff, Michel Temer y Jair Bolsonaro, Brasil se replegó parcialmente del proyecto integrador. Bolsonaro, en particular, promovió una política exterior de signo unilateral y desconfiada de las instituciones multilaterales, debilitando tanto al MERCOSUR como a la propia diplomacia regional brasileña.
El regreso de Lula en 2023 reabrió la posibilidad de una revitalización del liderazgo brasileño. Sin embargo, el contexto ya no es el mismo: la emergencia de China como principal socio comercial de Sudamérica, la fragmentación política regional y la revalorización de nuevas agendas (ambiental, tecnológica, energética) exigen un tipo de liderazgo distinto, menos vertical y más cooperativo. El desafío de Brasil radica, precisamente, en adaptar su vocación de potencia a un regionalismo más plural, policéntrico y multidimensional.
La reconfiguración del MERCOSUR: entre la flexibilidad y la cohesión
La actual reconfiguración del MERCOSUR se inscribe en un escenario global de incertidumbre. La erosión del multilateralismo, la guerra comercial entre potencias y la transición energética global obligan al bloque a redefinir sus estrategias de inserción internacional. En este proceso, tres ejes resultan centrales: la diversificación de alianzas, la adaptación productiva y la gobernanza institucional. En primera instancia, el prolongado proceso de negociación del acuerdo MERCOSUR–Unión Europea evidencia las tensiones entre apertura y protección.
En paralelo, la creciente gravitación de China como socio económico redefine las reglas del tablero internacional. El comercio sudamericano se ha reorientado hacia el Pacífico, y con ello el MERCOSUR enfrenta el dilema de compatibilizar su estructura institucional con una inserción cada vez más asiática. El concepto de “flexibilización” (esto es, permitir acuerdos bilaterales fuera del bloque) refleja la tensión entre la necesidad de adaptarse y el riesgo de regresar a la fragmentación. La cuestión de la gobernanza interna sigue siendo un punto neurálgico. Las asimetrías entre Brasil y sus socios menores persisten, y el FOCEM, aunque valioso, no ha logrado compensarlas del todo. La reconfiguración del bloque, por tanto, no puede limitarse a la actualización de sus acuerdos comerciales: requiere un nuevo pacto político que redefina las reglas de legitimidad y liderazgo.
El impulso actual: Brasil reconfigurando el MERCOSUR desde la presidencia pro tempore
Desde julio de 2025, Brasil ejerce la Presidencia Pro Tempore del MERCOSUR, un momento que el gobierno de Lula ha aprovechado para imprimir un impulso estratégico al bloque. El pasado 3 de julio de 2025, durante la 66.ª Cumbre del MERCOSUR que tuvo lugar en Buenos Aires, Lula hizo un llamamiento claro: establecer un sistema de pagos en monedas locales para las transacciones digitales intra-Mercosur, con el doble propósito de abaratar costes transaccionales y reducir la dependencia frente al dólar. Esta propuesta es de vital importancia, pues en el reciente 58.º Ciclo del Subgrupo de Trabajo N.º 4 (Asuntos Financieros), bajo presidencia brasileña, los estados parte discutieron de forma técnica un “Proyecto de Protocolo sobre Pagos y Transferencias Corrientes y Movimiento de Capitales” y exploraron el uso de monedas digitales, con Brasil presentando su experiencia con el DREX.
Además de esta revolución financiera, Brasil ha puesto en marcha una agenda integradora más ambiciosa en otros frentes. En la cumbre los presidentes aprobaron de forma temporal la ampliación de la Lista Nacional de Excepciones al Arancel Externo Común, lo que permite mayor flexibilidad comercial para adaptarse a un entorno global volátil. También se ratificó el compromiso con el Fondo para la Convergencia Estructural del MERCOSUR (FOCEM), destinando recursos para proyectos de infraestructura en zonas menos desarrolladas y reforzando la equidad regional.
En el área internacional, Brasil capitaliza su presidencia para relanzar negociaciones claves: busca cerrar el largamente pospuesto acuerdo de libre comercio con la Unión Europea antes de fin de año, una prioridad declarada desde su toma del mando. Además, ha reabierto las conversaciones con Canadá para reanudar un tratado comercial, con negociadores de ambos lados ya reunidos en octubre de 2025 para definir acceso a mercados, inversiones y regulaciones. Paralelamente, el bloque no descuida otras potencialidades: el MERCOSUR – EFTA (Islandia, Suiza, Noruega, Liechtenstein) avanzó en negociaciones en abril de 2025, consolidando su apuesta por socios más allá del continente.
Este renovado impulso brasileño es un muy buen síntoma de la economía del bloque sudamericano. No se trata de un turnismo protocolario en el regreso al poder tradicional del mayor socio del bloque, sino de una apuesta por una integración más sofisticada y resiliente: financiera, comercial y digital. Brasil no solo quiere estructurar un MERCOSUR que sea más autónomo frente a crisis externas, más atractivo como plataforma de desarrollo y más capaz de proyectarse globalmente. Su visión pasa por transformar el bloque no solo en un mercado, sino en un espacio estratégico de cooperación sistémica, con una gobernanza más conectada a las nuevas dinámicas económicas y tecnológicas del siglo XXI.
El desafío del liderazgo brasileño
Ser potencia regional no significa dominar, sino articular. El liderazgo brasileño del siglo XXI deberá basarse cada vez menos en la magnitud de su economía, poniendo el foco en la capacidad de construir convergencias. Las potencias contemporáneas ya no se miden solo por el poder material, sino por la aptitud de tejer redes de cooperación, generar confianza y ofrecer bienes públicos regionales.
En este sentido, el futuro del MERCOSUR depende de que Brasil renueve su compromiso con un regionalismo inteligente y cooperativo. Ello implica reactivar la diplomacia política, pero también reformular la agenda: incluir temas como la sostenibilidad, la carrera industrial de la tecnología verde, la soberanía tecnológica, la integración energética y la convergencia del conocimiento. La integración debe concebirse como una comunidad de políticas públicas que no se limite a ser una simple yuxtaposición de mercados. Solo así el MERCOSUR podrá reconfigurarse como un espacio de autonomía en la era de la interdependencia. Solo así Brasil podrá ejercer un liderazgo integrador, aquel que se basa no en la imposición, sino en la reciprocidad.
BIBLIOGRAFÍA
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