Históricamente el Mediterráneo ha sido un nexo socioeconómico común entre diferentes pueblos y naciones, un ente cultural en sí mismo. No obstante, en tiempos modernos, también es frontera: una línea divisoria entre la abundancia y la escasez, entre la industria europea y los márgenes africanos del desarrollo. Hoy, esa frontera se está desdibujando. Bajo la presión simultánea de la transición energética y de la reconfiguración geopolítica del comercio mundial, el eje euroafricano comienza a adquirir una lógica económica propia. Europa busca fabricar sin contaminar, producir sin depender y crecer sin alejarse. En esa ecuación, el sur del Mediterráneo (con su energía solar, su cercanía logística y su creciente estabilidad macroeconómica) se ha convertido en el espacio natural para poner en práctica una nueva forma de globalización: la globalización transicional, baja en carbono y geográficamente contenida.
Marruecos, Túnez y Egipto lideran esa transformación de adaptación estructural. En los últimos tres años, los tres países han captado miles de millones de euros en inversión industrial vinculada a las cadenas de valor verdes: baterías eléctricas, componentes fotovoltaicos, hidrógeno verde, textil sostenible y ensamblaje de vehículos eléctricos. Este proceso no es simplemente descentralización productiva; es una reconfiguración estratégica en la que Europa proyecta su reindustrialización más allá de sus fronteras, sin renunciar a los criterios medioambientales que guían su política económica interna. Se está formando, de facto, un cinturón productivo euroafricano: una extensión energética y manufacturera del continente europeo que busca competir con Asia, reducir vulnerabilidades y consolidar una nueva división del trabajo mediterránea.
El Mediterráneo como nuevo eje industrial
La guerra en Ucrania y la creciente rivalidad entre Estados Unidos y China aceleraron un cambio que ya estaba en marcha: el cuestionamiento de las cadenas de suministro de gran recorrido geográfico. La pandemia había demostrado la fragilidad de la dependencia asiática, y los cortes energéticos de 2022 evidenciaron que la seguridad económica y la proximidad geográfica volvían a ser sinónimos de estabilidad y respaldo económico. La respuesta de Bruselas es el plan de reindustrialización verde (Green Deal Industrial Plan) y una política explícita de reducción de dependencias estratégicas. El sur del Mediterráneo ofrece algo que ni Asia ni Europa central podían igualar: energía renovable barata, proximidad logística y una fuerza laboral joven. Marruecos ya genera más del 40 % de su electricidad a partir de fuentes limpias, y Egipto aspira a convertirse en el principal exportador africano de hidrógeno verde antes de 2030. En Túnez, el sector textil (que en los 90 sobrevivía, al borde de la desaparición, en los márgenes del comercio global) se está reconvirtiendo hacia la producción de tejidos reciclados y certificaciones de baja huella de carbono para marcas europeas.
Del “Made in China” al “Made in Med”
Lo que comenzó como una estrategia de diversificación industrial se ha transformado en un nuevo modelo de integración económica. Empresas alemanas, francesas, españolas e italianas están instalando plantas de ensamblaje y componentes en ciudades como Tánger, Sfax o Alejandría. El resultado es la creación de zonas industriales híbridas: infraestructuras financiadas por capital europeo, operadas por socios locales y conectadas mediante acuerdos comerciales preferenciales. En Marruecos, el Tangier Automotive City (originalmente orientado al automóvil de combustión) se ha convertido en un polo de producción de baterías de litio y módulos fotovoltaicos. Egipto, apoyado por Emiratos y la UE, desarrolla el gigantesco corredor energético de Ain Sokhna, mientras Túnez negocia acuerdos con Italia y Francia para exportar electricidad solar por cable submarino. Esta integración progresiva da forma a un “Made in Med” que no busca competir en precios, sino en huella de carbono y resiliencia logística. Europa, al externalizar la parte intensiva en energía de su nueva industria verde, reduce emisiones dentro de su territorio sin romper la trazabilidad ambiental de su cadena de valor. África del Norte, por su parte, gana inversión, empleo y capacidad tecnológica. Es un intercambio asimétrico, pero con beneficios mutuos: Europa obtiene sostenibilidad; el Magreb y el Máshrek desarrollan su industria.
La dimensión geopolítica: energía como vínculo
El “nearshoring verde” responde tanto a cálculos económicos como a una visión geopolítica más amplia. Para Bruselas, la estabilidad del Mediterráneo sur se ha convertido en condición de seguridad energética y climática. Los acuerdos recientes con Marruecos para el suministro de hidrógeno verde, o con Egipto para la exportación de amoníaco bajo en carbono, son medidas que persiguen la reducción de emisiones y, al mismo tiempo, anclar a los socios del sur en la órbita económica europea frente a la creciente influencia de China y del Golfo. A diferencia de los megaproyectos extractivos del pasado, estos acuerdos buscan una integración funcional: África del Norte como plataforma energética y manufacturera dentro de la economía europea ampliada. En términos puramente simbólicos, el Mediterráneo vuelve a ser lo que fue en la Antigüedad: un espacio de intercambio y co-dependencia, no de separación. Pero la interdependencia moderna se mide en gigavatios, toneladas de litio y certificados de sostenibilidad, no en cadenas de suministro agrícola o rutas comerciales.
Sin embargo, este proceso no está exento de tensiones. La asimetría estructural entre los países del norte y del sur del Mediterráneo podría reproducir dinámicas conocidas: dependencia tecnológica, exportación de energía barata y captura del valor añadido por las empresas europeas. A ello se suma un riesgo ambiental: la producción de hidrógeno o baterías requiere agua y minerales, ambos escasos en la región. Si la demanda europea crece más rápido que la capacidad local de regulación, el “Green deal” podría convertirse en un nuevo tipo de extractivismo verde. Marruecos y Egipto ya han comenzado a debatir sobre la “soberanía energética” de sus recursos renovables, temiendo que la transición se convierta en una externalización encubierta del esfuerzo climático europeo. También está la cuestión social: ¿qué tipo de empleo genera este nuevo modelo? Si la industria verde reproduce la precariedad del viejo sector textil o la dependencia del ensamblaje, el Made in Med podría consolidar una economía de bajo valor agregado, más que una verdadera transferencia tecnológica. El desafío no es solo atraer fábricas, sino crear tejido industrial propio y capacidades locales de innovación.
El renacer económico del Mediterráneo
A pesar de estos desafíos, el “cinturón productivo euroafricano” representa una oportunidad inédita para ambas fronteras del Mediterráneo. Para Europa, es la posibilidad de recuperar autonomía industrial sin abandonar la sostenibilidad; para África del Norte, una ventana de desarrollo que evita el aislamiento del modelo exportador tradicional. Por primera vez en décadas, la cooperación euromediterránea se articula en torno a una lógica económica de futuro, no solo de contención migratoria o ayuda al desarrollo. La energía solar y el hidrógeno verde se han convertido en la nueva moneda de poder blando entre norte y sur. Lo que está en juego no es únicamente la competitividad industrial, sino la redefinición del Mediterráneo como espacio económico común.
La gran paradoja del siglo XXI es la tesis de que la desglobalización no implica aislamiento, sino reordenamiento. Las cadenas productivas se acortan, pero no se rompen; los países buscan aliados próximos, no autarquía. En ese contexto, el Made in Med simboliza la transición hacia una globalización más regional, más climáticamente consciente y más políticamente calculada. Europa ha comprendido que su soberanía económica depende de su vecindad, y África del Norte ha entendido que su prosperidad pasa por integrarse, no oponerse, a la economía europea. La historia del Mediterráneo ha sido siempre la historia del intercambio. Hoy, ese intercambio adopta la forma de electrones, paneles solares y contratos de hidrógeno, pero la lógica es la misma: la búsqueda de equilibrio entre necesidad y oportunidad. Si el siglo XX fue el de la deslocalización hacia Oriente, el XXI podría ser el del reencuentro con el sur. La fábrica verde de Europa no está en Shanghái ni en Hanoi: está en Rabat, Susa y El Cairo. El Made in Med no es solo una etiqueta industrial; es el oxímoron de un cambio sociocultural vigente: la reconstrucción de la economía euroafricana sobre bases de energía limpia, proximidad y corresponsabilidad.
En el nuevo orden energético que se dibuja sobre las aguas del sur, el Mediterráneo deja de ser frontera y vuelve a ser proyecto. Lo que en tiempos modernos representa el límite entre la abundancia y la carencia se está convirtiendo en el territorio común de una transición compartida, donde Europa busca responder al futuro y África del Norte su voz. En ese intercambio el Mediterráneo no resurge como mito, sino como geografía viva de la interdependencia: un espacio donde el porvenir económico del continente se escribe, de nuevo, bajo la luz del mismo sol.
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