Nigeria se ha convertido en uno de los lugares del mundo más peligrosos para ser cristiano. La situación allí refleja no solo el alza de grupos islámicos armados, también el fracaso del Estado nigeriano que no puede proteger a sus ciudadanos ni garantizar la justicia. En este artículo exploro como la persecución religiosa no es un problema religioso solamente, sino la amalgama de fracturas económicas, políticas, étnicas e ideológicas profundas. También abordaré, pues, los problemas estructurales que permiten que tanto el crimen organizado, como el terrorismo y la persecución religiosa, sigan impunes. Y especialmente el poder postestructural (el uso de etiquetas) por parte del gobierno y su papel en esta crisis.
Un contexto de impunidad y crimen organizado
Nigeria, ubicada en el corredor del Sahel, se encuentra en un lugar donde el tráfico de armas, drogas, y personas y el terrorismo confluyen. La violencia se cuela entre las fronteras y la debilidad institucional facilita que redes criminales, yihadistas y milicias armadas cooperen o se solapen según convenga. En esta economía de guerra, donde el crimen, la política y la supervivencia se entrelazan, la religión se convierte en un lenguaje de poder, y pertenencia. Lo que comienza como lucha por territorio o recursos acaba adquiriendo un matiz identitario, donde ser musulmán o cristiano define quién vive y quién muere. En este contexto la cooperación entre bandidos, bandas, terroristas se ve habilitada por la impunidad y la incapacidad o complicidad del estado y agravado por el violento contexto más amplio del Sahel.
Actores que contribuyen a la precaria situación de los cristianos en Nigeria
El ascenso de Boko Haram y la reconfiguración del terror
Boko Haram era un movimiento ideológico hasta 2009, cuando el fundador Mohammed Yusuf fue ejecutado extrajudicialmente. Después de radicalizarse y jurar lealtad al ISIS, el grupo redefinió la Guerra contra el Terrorismo y atrajo cooperación militar (aunque limitada) y mucha atención geopolítica. Estados Unidos, Francia y Reino Unido empezaron a mirar a África Occidental como el segundo frente contra el terrorismo trasnacional. A día de hoy, es realmente uno de los frentes más importantes. Pese a las ayudas, el entrenamiento militar y la coordinación, Boko Haram sobrevive, adaptándose, relocalizando y fragmentándose. Su resistencia expone la poca efectividad del gobierno y de las medidas contraterroristas transnacionales. Su violencia es calculada e ideológica: bombardeos de iglesias en Nochebuena, el secuestro masivo de las niñas de Chibok y otros ataques en colegios y mercados que sirven a su propósito ideológico y político, aterrorizar civiles, desacreditar al gobierno e imponer un orden alternativo como hicieron durante un tiempo en el Noreste del país, su principal área de influencia.
Las milicias Fulani: Violencia más allá de la ideología
Mientras la insurgencia de Boko Haram llega a los titulares, otro conflicto, más silencioso, se desarrolla en el Cinturón Central de Nigeria y queda silenciado. Los pastores Fulani luchan por tierra, poder e identidad. Estos pastores, en su mayoría musulmanes, luchan contra granjeros, principalmente cristianos, ellos enfocan su violencia en disputas de tierra, recursos, competición y desertificación. No obstante, con el tiempo la violencia ha tomado una inclinación sectaria en que sistemáticamente ponen en el punto de mira aldeas cristianas, han quemado Iglesias y obligado a desplazarse a miles. Y de igual manera que Israel empezó una intervención en Gaza por la necesidad de defenderse y poco a poco esta operación militar ha generado numerosas muertes en la zona, los pastores fulani están detrás de la devastación que asola Nigeria Central donde comunidades cristianas se han vaciado, familias enteras han sido destruidas y el terror se ha expandido. Pese a su origen no ideológico y con objetivos más austeros que Boko Haram, los Fulani han cooperado con redes yihadistas en el Sahel. Son definitivamente un área gris entre la persecución religiosa, el conflicto étnico, y el crimen organizado.
La diferencia en sus objetivos explica la diferencia en sus métodos y tácticas. Mientras que Boko Haram coordina ataques diseñados para maximizar la visibilidad y el miedo buscando la espectacularidad y atemorizar a la población, los Fulani se mezclan con bandidos, operan en unidades más móviles e informales y normalmente hacen redadas nocturnas machete en mano donde arrasan con granjeros cristianos e incendian sus poblados. Boko Haram lucha para cambiar un orden, mientras que los Fulani luchan para sobrevivir, una lucha más desorganizada y silenciosa que la de Boko Haram o ISWAP. El problema es que el gobierno Nigeriano tiende a etiquetarlos a los dos como terroristas
El Poder de las Palabras: El encubrimiento contradictorio del Gobierno
En Nigeria hay persecución religiosa, pero no tiene una sola causa como el gobierno intenta aparentar. El gobierno ha sido uno de los aceleradores en este ciclo de violencia religiosa y comunal. Años de corrupción, desigualdad e irresponsabilidad han creado el campo de cultivo perfecto para el extremismo. En vez de tratar el profundo contraste socioeconomico que divide el norte musulmán del sur cristiano, las administraciones se han dedicado a oprimir y emitir propaganda. El fracaso del estado en materia de justicia y seguridad ha convencido a muchos nigerianos de que el gobierno es incapaz o no está dispuesto a protegerlos. Ese es el vacío que explica la aparición de Boko Haram como un grupo enfadado y desilusionado con la élite política.
En vez de enfrentarse a sus propios fracasos, el gobierno ha elegido simplificar y manipular la narrativa del conflicto. No le interesa que analistas, instituciones y gobiernos extranjeros descubran que Boko Haram y los Fulani están unidos por la impunidad y no solo por sus creencias. Han usado la etiqueta terrorismo para respaldarse y victimizarse a ojos del mundo. Pues esa etiqueta permite a Abuja pedir cooperación antiterrorista internacional sin desvelar la incómoda verdad: la negligencia, corrupción y la brutalidad estatal son parte de la violencia que pretende combatir. Esta etiqueta también dificulta expresamente el análisis del fenómeno Fulani, pues no son un grupo terrorista como se entiende tradicionalmente.
Pese a esa aparente búsqueda de la victimización, el gobierno ha estado evitando el término persecución religiosa. Y esto se entiende por su situación interna. Usar el término Terrorista o Yihadista enmarca la situación en Nigeria dentro de la lucha contra el Terrorismo global lo cual permite y atrae cooperación militar extranjera. Pero, a nivel interno, resulta más conveniente encuadrar el problema como criminalidad, bandolerismo o conflicto étnico, pues eso reduce las tensiones religiosas domésticas y evita admitir un fracaso estructural.
Es decir, de cara al extranjero, terroristas islámicos cometen violencia indiscriminada, y eso trae ayuda a Nigeria, mientras que de cara a lo doméstico son bandidos o grupos criminales, lo cual evita problemas internos, la admisión de fracasos y la condena internacional. Y en ningún panorama cabe la “persecución religiosa” porque expone al gobierno a críticas internas y externas.
Mientras tanto, los fondos del gobierno supuestamente dirigidos a las víctimas del terrorismo se han perdido en la mala gestión y corrupción del gobierno. Como resultado: los que sufren violencia son abandonados y los responsables no enfrentan consecuencias.
Hasta que el gobierno no trate cada problema como lo que son; terroristas organizados en el Noreste, pastores con necesidades que se han radicalizado en el cinturón central y ambos asesinos de cristianos, el problema persistirá porque el gobierno no solo dificulta analizar el problema, también prolonga la impunidad que une a los perseguidores e imposibilita solucionarlo.
