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REINDUSTRIALIZAR EL TRÓPICO: BRASIL Y LA BÚSQUEDA DE UN DESARROLLO SOBERANO

En el cambiante escenario de la economía global, donde la transición energética, la digitalización y la competencia estratégica remodelan la propia idea de soberanía económica, Brasil se presenta como un inusual laboratorio de reindustrialización verde. La nación que, en las últimas dos décadas, fundamentó su desarrollo económico en la floreciente demanda de materias primas, busca ahora reconstruir su entramado productivo bajo una perspectiva distinta; menos sujeta a la volatilidad de los commodities, más enfocada en la innovación, la sostenibilidad, y la autonomía tecnológica. En el epicentro de esta aspiración se halla el gobierno de Luiz Inácio Lula da Silva, quien concibe la política industrial como una herramienta de poder geopolítico y de reubicación de América Latina en el orden global contemporáneo.

En los años 2000, el llamado boom de las materias primas transformó a Brasil en una potencia exportadora de soja, hierro y petróleo. El crecimiento chino, con su insaciable demanda de recursos, impulsó el auge brasileño y solidificó un modelo primario-exportador que, si bien generó capital a corto y medio plazo, también comprometió la estructura productiva de Brasil. La desindustrialización temprana, agravada por la apreciación del real y la reconfiguración del comercio exterior, socavó la competitividad manufacturera, obligando a empleos calificados a migrar hacia áreas de productividad reducida. Este patrón, alimentado por la demanda asiática, exhibió sus fragilidades cuando la desaceleración china y la inestabilidad de los precios de las materias primas revelaron la debilidad estructural del modelo económico brasileño.

El tercer período presidencial de Lula se posiciona en esta encrucijada geoeconómica: su iniciativa, materializada en el Nova Indústria Brasil (NIB), pretende corregir décadas de desatención manufacturera, implementando una estrategia de reindustrialización enfocada en la sostenibilidad. El programa, dado a conocer en 2024, aspira a inyectar aproximadamente 300,000 millones de reales a través de créditos, beneficios fiscales e inversión en innovación, gestionados por el Banco Nacional de Desenvolvimento Econômico e Social (BNDES). Los objetivos centrales están bien definidos descarbonizar la economía, digitalizar la producción, expandir el contenido tecnológico nacional y consolidar las cadenas productivas. No es simplemente cuestión de incrementar la producción sino transformar la forma en que se produce.

La lógica fundamental, comparable a un keynesianismo verde, propone el uso de la autoridad estatal para armonizar la inversión privada con metas climáticas, posicionando a Brasil como un ofertante global de bienes y tecnologías ecológicas. De hecho, el hidrógeno verde, los biocombustibles avanzados y la movilidad eléctrica se delinean como los nuevos horizontes industriales. PETROBRAS, símbolo del pasado petrolero brasileño, muta en un agente de transición; ha anunciado una significativa inversión en energía eólica y captura de carbono. El sector agroindustrial, históricamente clave en las exportaciones, es exhortado a adoptar biotecnología y rastreo ambiental como pilares de la competitividad internacional.

No obstante, la ambición brasileña choca con un dilema geopolítico ineludible; rivalizar con China en manufactura significa oponerse a una arquitectura económica mundial dominada por cadenas de valor asiáticas, que acumulan no solo capacidad de producción, sino control tecnológico y financiamiento público. China manufactura más del 80% de los paneles solares, el 60% de los vehículos eléctricos y monopoliza ciclos enteros en la producción de baterías de litio y tierras raras. El modelo de desarrollo, con su amalgama de planificación centralizada, subsidios extensivos, y una diplomacia comercial ciertamente agresiva, simplemente no es factible en el panorama fiscal y político brasileño actual.

El gobierno brasileño, consciente de tal realidad, se inclina por una estrategia de alianzas que son verdaderamente diferenciadas. En el ámbito internacional, él intenta balancear el vínculo con Pekín (el socio comercial primario de Brasil) con la búsqueda activa de acuerdos con la Unión Europea, además de una revitalización del Mercosur. El tratado UE-Mercosur, el cual se halla estancado debido a cláusulas ambientales y tensiones proteccionistas, se considera desde Brasilia como un instrumento fundamental para acceder a tecnologías limpias, inversión verde y normativas regulatorias de vanguardia. En paralelo, el gobierno promueve un eje Sur-Sur modernizado; esto significa cooperación con África y los países de la ASEAN, en áreas tales como biocombustibles, salud, y agricultura sostenible. La diplomacia brasileña busca, de este modo, diversificar su dependencia, construyendo puentes con todos los ejes.

No obstante, la reindustrialización verde es un proceso que tiende más hacia la órbita de lo político, en lugar de lo estrictamente técnico. Exige la reconstrucción de las capacidades estatales y, adicionalmente, la reconstitución del consenso sobre la idea de que el Estado, tanto puede como, debe, orientar el desarrollo. La función primordial del NIB, se ha transformado; ya no se limita a sufragar consorcios nacionales, sino orquestar misiones estratégicas puntuales: movilidad con baja emisión de carbono, la sanidad, la defensa nacional, la biotecnología y, por supuesto, la digitalización industrial. Cada una de estas misiones persigue entrelazar empresas, centros de estudios superiores y autoridades locales, con el fin de lograr objetivos cuantificables, similar a los innovation clusters que se observan en Europa.

La complejidad de esta metamorfosis económica se presenta en dos vertientes principales: garantizar financiación a largo plazo y evadir la manipulación política de los recursos asignados. Ante las limitaciones fiscales imperantes y, con una elevada tasa de interés (la más alta entre las economías emergentes), la coordinación entre la política monetaria y la industrial se torna un foco de conflicto constante. El gobierno ejerce presión sobre el Banco Central para disminuir las tasas, mientras que los mercados financieros cuestionan la solidez fiscal del reciente marco de gasto público. En este delicado equilibrio entre el crecimiento económico y el control de la inflación, la política industrial se transforma en un campo de batalla ideológico crucial.

Respecto al contenido, el NIB no pretende revivir la sustitución de importaciones; su propósito es promover una autonomía estratégica que sea selectiva. Un claro ejemplo seria la producción doméstica de semiconductores, fertilizantes, e insumos farmacéuticos imprescindibles; sectores en los cuales la dependencia del exterior se manifiesta en una fragilidad geopolítica latente. El golpe de la pandemia, que detuvo las cadenas de suministro y destapó los inconvenientes de la globalización económica, reafirmó la creencia de que Brasil no debe solo exportar soja y mineral de hierro. El propósito no es aislarse, sino volver a integrarse, de manera soberana, en un orden mundial en constante cambio.

Pero, la cuestión principal se mantiene: ¿logrará Brasil desmarcarse de la cadena de producción China? La solución varía según la definición de “competir”. Si hablamos de escala o costos, el reto parece imposible. En la práctica, hay posibilidades, en caso de que la competitividad se reconsidere en términos de sostenibilidad, innovación inclusiva y resiliencia económica, entonces Brasil tiene ventajas comparativas que pueden florecer. El país disfruta de la matriz energética más limpia del G20, con más del 80% de su electricidad derivada de fuentes renovables; también, cuenta con una biosfera excepcional y un sistema científico-tecnológico fuerte en áreas como agricultura y biotecnología. Estas capacidades, entrelazadas en una estrategia uniforme, le pueden permitir encontrar cotas globales de alto valor añadido.

La mayor barrera reside en la inercia institucional. La burocracia brasileña, la fragmentación política y la inestabilidad regulatoria socavan la continuidad de las políticas. Los incentivos ecológicos demandan un plazo extendido, empero, la cercanía de elecciones incitan a acortarlos. Además, el empleo informal junto con una baja productividad perseveran como impedimentos estructurales. El resurgimiento industrial requiere no solamente capital físico, sino también capital humano; Brasil todavía exhibe grandes déficits educacionales. Sin encontrar soluciones a la fragmentación de su sistema educativo, la innovación corre el peligro de confinarse en reductos elitistas, replicando inequidades existentes.

Lejos de la realidad esperable, China no observa con recelo esta iniciativa. Contrario a la idea inicial, Brasil se encuentra integrado en la estrategia china de expansión industrial. Las inversiones chinas en sectores claves como vehículos eléctricos, energía solar y ferrocarriles brasileños muestran un pragmatismo común; Brasil requiere capital y tecnología mientras China busca mercados y legitimidad ambiental. Surge entonces un dilema fundamental sobre si esa colaboración fortalece o debilita la autonomía industrial brasileña. De hecho, muchas nuevas plantas verdes establecidas en Brasil operan bajo filiales o acuerdos conjuntos de conglomerados chinos, creando la paradoja de una reindustrialización dependiente.

Dicha tensión entre la soberanía productiva y la atracción de inversión extranjera es ya un tema recurrente en la historia económica de Iberoamérica. La actual estrategia brasileña se distingue por su explícita conciencia del riesgo a caer en nuevos sistemas de subordinación socioeconómica. El discurso oficial del gobierno brasileño enfatiza la necesidad de que la política industrial prevenga la colonización tecnológica y fomente a los productores locales. Se impulsará un cupo mínimo de productores nacionales y certificaciones ambientales propias. La intención es construir una transición verde con identidad brasileña y no una simple adaptación periférica a la agenda climática del Norte.

No obstante, el margen de maniobra sigue siendo restringido. Las influencias externas, llámese las regulaciones ambientales europeas o la competencia fiscal a nivel global, limitan la libertad de elección en diseño. La llamada condicionalidad verde implementada por algunos aliados comerciales, aunque alineada con la causa climática, pudiera disfrazarse de protección arancelaria solapada. El reto que afrontará Brasil reside en transmutar estas condiciones en puertas de acceso, estableciendo una diplomacia económica que asegure la transferencia tecnológica a trueque de acceso a mercados.

El panorama del 2030 exhibe distintos futuros. En el escenario más positivo, Brasil logra edificar un ecosistema industrial respetuoso con el medio ambiente, habilitado para exportar tecnología en biocombustibles, energías renovables y agricultura sostenible. En el escenario más adverso las limitaciones presupuestarias, la inestabilidad política, y la competencia de China echan por tierra la aspiración industrial brasileña, condenando a la nación a la dependencia de las materias primas. Entre ambos espectros se extiende un terreno de debate constante: entre gobierno y mercado, entre independencia y cooperación, entre progreso y sostenibilidad.

La reinserción industrial brasileña no puede juzgarse mediante las métricas usuales de crecimiento o balance comercial; debe medirse por su habilidad para restituir la confianza social en la industria como un proyecto nacional. En un orbe fragmentado en bloques tecnológicos, Brasil se empeña en forjar su propio modelo verde, social y soberano. No busca replicar la imponente escala china; anhela demostrar que una nación del Sur puede aspirar a la modernidad sin sacrificar su territorio, recursos energéticos ni identidad. El resurgimiento industrial brasileño, por consiguiente, no es un mero reflejo del milagro asiático; es un esfuerzo por reinventar el desarrollo, con sello iberoamericano. Es una apuesta audaz que fusiona política, economía y ecología, todo en un mismo horizonte estratégico: el de moldear su propio destino, antes de que otros lo tracen.

Alberto Rodríguez

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